Crecimos creyendo que la muerte es el fin, y quizás sea el fin de lo tangible, de lo terrenal, de lo que se puede palpar, pero la energía que trasciende existirá para siempre.
He tenido ya 7 encuentros importantes cercanos con la muerte. No se si sean muchos o pocos, pero cada uno me ha ido dando algo. Me han abierto compartimentos del alma que no sabía que existían, me han ido expandiendo en amor y en conciencia, pero sobretodo me han hecho amar mucho más mi propia vida.
El primer encuentro, hace 10 años, fue con la muerte de mi abuela materna. Uno de los seres humanos que más he amado en mi vida. La muerte la fue rondando tiempo antes de su trascendencia. La fue abrazando con una demencia que le fue apagando de a poco la vida.
En ese entonces vivía fuera de México y recuerdo perfectamente cómo en cada visita que le hacía, la abrazaba como si fuera la última vez, hasta que llegó esa última vez. Mi cabeza en ese momento me decía que no podía sufrir ni estar triste. Ya su vida sin su mágica chispa no hacía mucho sentido aquí, pero su ser sería extrañado para siempre. Mi primer ancestro conocido y cercano desaparecía de este plano, y aunque entendía que su partida era ley de la vida, me dolía profundamente. Hoy puedo ver que en ese momento me faltaba camino por recorrer para abrazar a la muerte desde un lugar diferente. Pero sin duda alguna su muerte me acercó a la experiencia terrenal de palpar mi impermanencia y comenzó a despertar mi camino espiritual.
El segundo encuentro que me sacudió fuertemente fue la muerte de mi primer bebé. Mi bebé estrella, Pedro, que sólo habitó mi ser 11 semanas. La mente y la razón fueron las protagonistas por mucho tiempo. Cómo podía llorar y vivir un duelo de alguien que no conocí, que ni siquiera sentí, que solo imaginé. Este encuentro con la muerte lo logré sanar años después, cuando tuve el valor de vulnerarme y contactar de nuevo con él. De transitar lo vivido sin juicios, sin culpa, simplemente permitiéndome atravesar el dolor profundo para poder sanar. Gracias a Pedro logré resignificar esta experiencia y transformarla en amor profundo, creando círculos de mujeres para sanar en tribu y abrir este espacio para que sean cada vez menos las mujeres que pasen por este duelo solas y en silencio.
Mi tercer encuentro y el que literalmente desgarró mi alma y corazón, fue la abrupta muerte de mi papá a causa de un infarto fulminante. El fue un hombre que murió amando la vida. Con su muerte supe que no tenía otra alternativa más que adentrarme al trabajo sagrado del duelo. Y con esto entrarle aún más fuerte a la vida, aunque eso significara ir primero a la profundidad de mi propia oscuridad.
Su muerte me dejó huérfana de padre en la tierra, me hizo contactar con el dolor más profundo. También marcó un claro antes y después en todos los aspectos de mi vida.
Su trascendencia fue la verdadera entrada para experimentar un peregrinaje hacia mi alma. Fue el portal para encontrar paz en el silencio y la soledad. Fue una invitación a adentrarme en los rituales, a celebrar aun mas la vida. A creer verdaderamente en la señales.
Con su muerte también pude entender que todo lo que amo en la tierra algún día lo perderé, sin excepción. Pero ese es el acuerdo con el que descendimos a este plano. Confirmé que nuestra eternidad no es terrenal sino espiritual. Que nuestro paso por aquí es transitorio y que solo depende de nosotros el cómo lo queramos transitar a pesar de las circunstancias.
Unos años después llegó la cuarta muerte, la de mi abuelo. Después de ver su desenlace, sin duda alguna no quiero llegar a los noventa y tantos, o por lo menos no así, con la conciencia de la eternidad de los minutos, y la amargura de la suma de los años con culpa y remordimientos. Con la dificultad inmensa de soltar el cuerpo físico.
Mejor morir cuando te puedan entrañar. Cuando tu ausencia se note. Cuando los que se quedan miren al cielo para encontrarte en las estrellas. Murió cuando yo tenía 5 meses de embarazo, y entonces me enfoque en la vida.
Nunca pensé que la muerte de un hombre tan importante en mi vida no me fuera a sacudir cada célula de mi cuerpo. Quizás hacia el final de su transitar estuve un poco enojada con la vida por haberse llevado antes a mi papá que a el. Quizás ya había exprimido todo de nuestra relación y no me quede con ganas de nada más.
La quinta y sexta las veo como las muertes de dos de los más grandes maestros y guerreros espirituales que he conocido, mi tío Rafael y Arseny mi gran amigo. Hombres que realmente conocían a Dios, porque se conocían a si mismos. Dos hombres a los cuales un diagnóstico de cáncer no los determinó. Ellos agarraron las riendas de su presente y aunque sus cuerpos se fueron cansando y deteriorando, su espíritu se iba engrandeciendo. Lograron transitar ligeros y VIVIR. Vivir de verdad. Encontraron en el viaje del cáncer su gran propósito y en él lograron iluminarnos a todos los que tuvimos el honor de compartir vida con ellos.
La séptima muerte, la de mi tío, mi padrino, me removió todo tanto. Se fue no sólo una persona a la que amé mucho, sino lo poquito tangible que me quedaba de mi papá aquí en la Tierra. Su enfermedad determinó sus últimos meses de vida. Su diagnóstico fue su verdadera muerte, murió ese día, y 11 meses después su alma logró separarse de ese cuerpo ya mermado. Tuve la oportunidad de despedirme de él, de decirle lo que lo quería y esos instantes me dieron infinita paz.
Cada encuentro y circunstancia tan distinta, tan profunda. Cada una despertando en mi una compasión que no sabía que existía. Estas experiencias tan trascendentes me han dejado inmensas ganas de vivir, inmensas ganas de honrar sus vidas disfrutando la mía.
Pero sobretodo me han dado la certeza que la muerte no es mas que la continuación de nuestra existencia. Y mientras yo exista ellos siempre existirán en mi.
Porque la muerte nunca es el fin . . . es sólo el comienzo.